viernes, 25 de febrero de 2011

Los domingos de mi infancia

Los domingos de nuestra infancia eran días de olor a crema de zapatos, con sabor a sol radiante y diferente al de los demás días (no llovía jamás en domingo). Teníamos en el armario una ropa especial para vestirnos en ese día festivo, la misma que luego guardaría nuestra madre con esmero para el siguiente domingo. Al fin y al cabo solo teníamos esa y había que cuidarla.

Y bajábamos a la calle refunfuñando porque íbamos a misa. Era misión obligatoria e ineludible el ir a misa cada domingo (y fiestas de guardar). Yo nunca escuchaba la homilía. En esos momentos, mi imaginación volaba para verme convertido en Orzowei, recordar los últimos brutos mecánicos destruidos por mi ídolo, Mazinger Z o pensar en las nuevas niñas rubias guapísimas que habían llegado al colegio.

Las prisas no existían en domingo. Tranquilamente realizaba mi excursión al kiosco porque Mortadelo y 13, rue del percebe nos esperaba con nuevas y desternillantes aventuras. El tacto del aquel papel era tan mágico que me pasaba toda la semana esperando ansioso el momento en el que caía en mis manos el tebeo dominical. Nada más abrir la portada, los personajes parecían salir de esas hojas para cobrar vida a mi lado. Yo me sentía uno más de ellos.

Con nuestra revista y una sonrisa de satisfacción en nuestro rostro, era el momento de que los padres tomaran una cerveza con caballitos. En esos tiempos todavía se podía ir a un bar a tomar el aperitivo sin que te vaciaran la cartera. El Bar Pina, a la entrada de Puente Tocinos, nos esperaba como cada semana. La Coca-cola en botella la cogíamos con ímpetu para irnos a la máquina de las bolas. Teníamos la obligación de superar el record que desde hacía unas semanas se nos resistía. Aún recuerdo como movíamos la maquinita para que no se nos colara la bola metálica (muchas veces hacíamos "falta" y se nos bloqueaba), pero el final siempre era el mismo. En unos pocos minutos nuestras esperanzas se habían desaparecido tan rápido como aquella bola de acero, pero la jornada seguía transcurriendo con su encanto especial.

Más tarde, regresábamos a casa a comer. El hacerlo fuera era ya un lujo inalcanzable para nosotros, pero no lo echábamos en falta porque no sabíamos que era eso de “comer fuera”. Abrías la puerta de tu casa y parecía distinta. No era la de los lunes ni los martes. El ambiente era otro, más acogedor y embriagante. Mientras estudiábamos para el día siguiente, comprobábamos que ese brillo fulgurante del sol se iba agazapando poco a poco para esperar su oportunidad el próximo domingo. Un halo de tristeza se iba apoderando de nosotros mientras veíamos el partido de futbol en nuestra tele en blanco y negro. Mañana será lunes, y el sol no brillará igual, ni oleremos a crema de zapatos…

Eran unos días distintos, especiales, con encanto y aunque físicamente no existan, seguirán estando vivos mientras formen parte de nuestra memoria y los recordemos con cariño. No dejemos que desaparezcan.

Gracias amigo Bastida por enseñarme el camino a esta reflexión.

sábado, 5 de febrero de 2011

El fin del estado del bienestar

Recuerdo que en los albores de los años 80, el gran objetivo de la sociedad española se basaba en alcanzar un status social que nos llegaba importado desde Suecia y que se resumía en cuatro palabras. Este fenómeno era "El estado del bienestar". Dentro de este panorama idílico para los ciudadanos se incluían prestaciones sociales desconocidas por nosotros. Ayudas económicas y laborales por nacimiento de hijos, servicios sociales más extensos, jubilaciones flexibles, subvenciones para actividades culturales...

Parecía que todo iba por el buen camino hasta el varapalo de la crisis del 93. Los españolitos de a pie deberíamos esperar porque ahora tocaba pagar todos los dislates de esas obras megalómanas derivadas de una Expo (gastos suntuosos, trenecitos de alta velocidad, nuevas autopistas cochambrosas, etc). Aún así, todos seguíamos soñando con el ambiente paradisiaco que reinaba en los países escandinavos.

Y llegó la recuperación económica (ya sabemos todos que esto funciona por ciclos), y con ella los avances sociales. Las subvenciones fluían hacia colectivos largamente olvidados como los ancianos o las personas con menos recursos. Nos daban dinero por nuestro viejo coche para comprarnos otro que contaminase menos, subvenciones por la compra de vivienda, los niños venían con un pan bajo el brazo consistente en 100 euros mensuales, la baja por maternidad se alargó dos semanas... ¡Hasta parecíamos más altos y más rubios que antes! Pero como ha venido sucediendo a lo largo de la historia, los españoles siempre llegamos tarde a todo, y antes de que nos acostumbráramos a tanta felicidad, otra crisis económica nos ha alejado de ese anhelado Estado del bienestar. Ya no tendremos los 2.500 euros por nacimiento de hijo, ni ayudas para la compra de ordenadores y nuestro coche volverá a envejecer con nosotros como sucedía antes. Nos jubilaremos después e incluso deberemos pagar por ir al médico. Todo lo conseguido se ha esfumado en unos pocos meses.

Es preocupante el panorama que se nos presenta, no solo para nosotros sino para las generaciones venideras. Volveremos a ser españoles morenos, bajitos y con mala leche. Nos pondremos la peineta para pasear el toro de Osborne y nos reuniremos toda la familia en casa para ver "Bienvenido Mr. Marshall" Y mientras tanto, el Madrid seguirá gastando millones de euros en Cristianos Ronaldos. ¡Que país, por Dios!