sábado, 19 de noviembre de 2011

Un extraño fenómeno llamado estrés

Desde hace unos años, si hay un vocablo que se utiliza constantemente en nuestra sociedad es el que hace referencia al “estrés”. Antes de acoplar el palabro a nuestra lengua, cuando alguno de nosotros hacía referencia a este fenómeno decía algo así como “yo no sé la cantidad de cosas que hago al día”, “no tengo tiempo para nada” o “estoy de los nervios de la prisa que llevo siempre”. Lo bueno del caso es que se ha concentrado en seis letras (e-s-t-r-e-s) un montón de frases inacabables, todas ellas llenas de ansiedades, preocupaciones, correrías y calentamientos de cabeza. Lo malo: que utilizamos la palabra para cualquier mínimo evento que nos perturbe, aunque sea levantarnos a apagar la luz de la cocina.

Al principio de la aparición de esta palabra, la utilizaban las clases más acomodadas de nuestra sociedad. Nosotros nos manteníamos al margen mientras escuchábamos a alguna señora de rancio abolengo soltar aquello de “Ay, chica, estoy super estresada”, lo cual pudiera ser debido a que Ruper, su peluquero, no le había podido dar hora para hacerse un “lavado y marcado”. Quedaba muy chic el decir que sufrías de estrés cuando te relacionabas con tu círculo de amistades.

Posteriormente, el estrés se ha ido generalizando en toda la sociedad hasta tal punto que cuando un amigo/a nos comenta que tiene un tic nervioso en el ojo izquierdo, lo más normal es que le digamos que es un problema de estrés; que lo ha somatizado por ahí al igual que otras personas lo hacen a través de una urticaria o un dolor en la pelvis. ¡Por fin hemos encontrado al culpable de todos nuestros males!

Una vez diagnosticado, toca el aplicar el tratamiento. El ser humano, dentro de su infinita sabiduría, ha establecido diversos mecanismos para luchar contra el “bicho” que nos ha picado. Soluciones como hacer ejercicio, practicar diez respiraciones abdominales, apuntarse a clases de tai chi o ir directamente al orfidal, se han establecido como referente para aconsejar a esos amigos que vemos demacrados, inexpresivos, o derrotados, cuando tal vez lo único que necesiten es dormir diez horas de un tirón para levantarse hechos un brazo de mar.

De todas formas, y mirando el lado más positivo del asunto, lo que es innegable es que esta palabra genera relaciones sociales. En el momento en el que alguien la nombra, aparecen multitud de personas dispuestas a discutir sobre el asunto, y esto es bueno de cara a ampliar nuestro círculo de amigos (esos que luego aparecen en facebook y quedan super monos).

A todo esto, pido perdón, pero debo dejar de escribir porque…. me estoy estresando.

sábado, 12 de noviembre de 2011

El chatarrero

Una de las imágenes nítidas que tengo de mi, ya cada vez más lejana, infancia, es la de los chatarreros que recorrían nuestras calles en busca de cualquier objeto que poder vender a bajo precio en los almacenes que se dedicaban a este tipo de mercancías. Los veías deambular con su bicicleta de tres ruedas (ya no se le podría denominar “bi-cicleta”), en busca de hierros, electrodomésticos abandonados, papel de periódico, revistas, cartones. Todo les venía bien con el fin de sacar unas monedas que serían su fuente de supervivencia para ese día.

Iban desaliñados, con ropas que, en muchas ocasiones, eran botines de sus cruzadas entre desperdicios y casas de caridad. Su piel estaba ennegrecida por una mezcla de sol concentrado y falta de jabón y ducha. Era el oficio y la forma de vida que les había tocado en suerte. En mí causaban un sentimiento encontrado entre la pena y el temor. Si los miraba de lejos, sentía lástima por ellos, por el cómo los había tenido que tratar el mundo para tener que dedicarse a vivir de lo que otros no queríamos (y en aquella época había poco por desechar). Si pasaba alguno cerca de mí, esa pena se transformaba en miedo porque sus miradas eran inquietantes, duras y tenebrosas a los ojos de un niño que no terminaba de comprender que todo ello era el resultado de años de frustraciones, desengaños, olvidos y mala suerte.

Algunos de ellos terminaban con sus huesos en la barra de algún lúgubre bar de barrio, invirtiendo toda su ganancia en jarabe para olvidar. Al fin y al cabo, nadie los estaría esperando en casa para desearles buenas noches. Y así un día y otro y otro…

Con el paso del tiempo, esta figura fue desapareciendo de nuestro entorno. Se fue de puntillas, tal y como vino, y se convirtió en un recuerdo de infancia. El triste final de esta historia es que, muchos años después, esta figura ha vuelto a resurgir.

De nuevo los puedo ver revolviendo entre la basura y los desechos de una sociedad injusta, en busca de los mismos tesoros que se afanaban por encontrar hace mucho tiempo. Pero ahora es distinto. A pesar de que sus miradas siguen siendo duras, el miedo no aparece entre mis sentimientos. Pero si que siento pena. La siento por ellos; por su porción de destino envenenado que les ha tocado en suerte, pero también siento esa pena por mí. Ese miedo que he perdido termina por confirmarme que el niño que era se marchó hace ya mucho, mucho tiempo.