Una de las imágenes nítidas que tengo de mi, ya cada vez más lejana, infancia, es la de los chatarreros que recorrían nuestras calles en busca de cualquier objeto que poder vender a bajo precio en los almacenes que se dedicaban a este tipo de mercancías. Los veías deambular con su bicicleta de tres ruedas (ya no se le podría denominar “bi-cicleta”), en busca de hierros, electrodomésticos abandonados, papel de periódico, revistas, cartones. Todo les venía bien con el fin de sacar unas monedas que serían su fuente de supervivencia para ese día.
Iban desaliñados, con ropas que, en muchas ocasiones, eran botines de sus cruzadas entre desperdicios y casas de caridad. Su piel estaba ennegrecida por una mezcla de sol concentrado y falta de jabón y ducha. Era el oficio y la forma de vida que les había tocado en suerte. En mí causaban un sentimiento encontrado entre la pena y el temor. Si los miraba de lejos, sentía lástima por ellos, por el cómo los había tenido que tratar el mundo para tener que dedicarse a vivir de lo que otros no queríamos (y en aquella época había poco por desechar). Si pasaba alguno cerca de mí, esa pena se transformaba en miedo porque sus miradas eran inquietantes, duras y tenebrosas a los ojos de un niño que no terminaba de comprender que todo ello era el resultado de años de frustraciones, desengaños, olvidos y mala suerte.
Algunos de ellos terminaban con sus huesos en la barra de algún lúgubre bar de barrio, invirtiendo toda su ganancia en jarabe para olvidar. Al fin y al cabo, nadie los estaría esperando en casa para desearles buenas noches. Y así un día y otro y otro…
Con el paso del tiempo, esta figura fue desapareciendo de nuestro entorno. Se fue de puntillas, tal y como vino, y se convirtió en un recuerdo de infancia. El triste final de esta historia es que, muchos años después, esta figura ha vuelto a resurgir.
De nuevo los puedo ver revolviendo entre la basura y los desechos de una sociedad injusta, en busca de los mismos tesoros que se afanaban por encontrar hace mucho tiempo. Pero ahora es distinto. A pesar de que sus miradas siguen siendo duras, el miedo no aparece entre mis sentimientos. Pero si que siento pena. La siento por ellos; por su porción de destino envenenado que les ha tocado en suerte, pero también siento esa pena por mí. Ese miedo que he perdido termina por confirmarme que el niño que era se marchó hace ya mucho, mucho tiempo.
Maria Angeles escribió:
ResponderEliminarNo creas que se fueron, vivían vidas miserables en barrios alejados, escondidos de miradas que reprochan. Ahora el perfil ha cambiado, son nuestros vecinos los que salen a la calle a mendigar lo que este Estado del Bienestar" les niega. Yo si siento miedo, miedo de pensar que esos chatarreros podemos ser cualquiera...